El título de esta entrada es tan acertado o tan erróneo como su contrario, el
manido “Hacienda somos todos”. Y su objeto es llamar la atención de esa
impresión o vacío de significación, a la vista de la polémica suscitada por las
afirmaciones ante la Justicia de la Abogacía del Estado. Ciñéndome a su
significación y efectos jurídicos.
No pretendo valorar la “oportunidad” o “conveniencia” de las afirmaciones de
dicha letrada y en el lugar concreto en que las hizo. Me interesan solamente su
contenido y alcance, en relación con las reacciones suscitadas. Como digo,
solamente desde un punto de vista jurídico, que es desde el que se han
criticado de manera más grandilocuente y pretenciosa.
Lo que allí se dijo es sencillamente que lo de “hacienda somos todos” es solo
un eslogan publicitario, sin contenido ni eficacia jurídica propia. Y así es.
Desde luego que publicitariamente ha sido muy eficaz. Tanto que ya ha pasado un
tiempo y a la vista está que sigue impreso en el imaginario colectivo, e
incluso parece suscitar pasiones. A algunos hasta parece que les ha llevado a
sentirse plenamente integrados con ese ente jurídico denominado Hacienda
Pública. Hasta ser una sola carne, como los cónyuges.
Pero efectivamente, por más que algunos se empeñen, ese eslogan no tiene
contenido jurídico ninguno. Por eso sorprende escuchar y leer a “juristas” –y
otros profesionales, pero en estos puede disculparse– criticar la afirmación argumentando
que “el artículo 31 de la constitución española dice que todos los españoles
contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos…”.
Seamos claros y un poco serios. Entiendo que eso de “ser Hacienda” –para
quien pretenda serlo– se puede entender desde dos perspectivas: a) bien que
somos “contribuyentes” –pasiva–; b) o bien que la recaudación nos pertenece o
nos beneficia a todos –activa–. Ambas tienen cierto sentido o lógica abstracta,
visto desde un punto de vista filosófico-político, incluso ético. Pero
jurídicamente –que es de lo que hablamos, porque es lo que nos han tratado de
hacer ver– ninguna de ambas afirmaciones es cierta, y menos aún las dos a la
vez.
Que todos seamos contribuyentes, que
es lo que parecería deducirse directamente de la cita constitucional, no se
deduce jurídicamente de la Constitución. Por muy suprema y alabada que sea
dicha norma jurídica, su virtualidad y eficacia jurídica en este punto es nula.
La Constitución con su artículo 31 no convierte a nadie en contribuyente o
deudor ante la Hacienda Pública. No hace nacer obligación alguna de contribuir
efectivamente. Se trata de un mandato dirigido al legislador para que establezca
legalmente un sistema tributario de alcance general. Que por cierto debe ser
también “justo, inspirado en los principios
de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”.
Si no existieran Leyes concretas sobre cada impuesto, no existiría
obligación de pagar. De hecho ésta es una de las pretensiones fundamentales del
citado artículo (la reserva de Ley en materia tributaria). Y entonces ¿irían
corriendo a las puertas de la Hacienda Pública a “contribuir” con el máximo
esfuerzo y sacrificio según su capacidad económica? ¿cuántos voluntarios
encontraríamos en esa fila? ¿cuántos de quienes se llenan la boca del artículo
31? Es evidente que no se pagan los impuestos conforme a disposiciones
generales y abstractas, sino porque la realización de un hecho imponible hace
nacer una obligación tributaria. Tampoco por convicción política ni moral, se pagan
porque solo la Ley los impone y faculta a la Administración a su recaudación
coercitiva. Porque son obligatorios, pero en concreto, uno por uno. Solo entonces
y en esa medida. Así que solo quien hubiera realizado el hecho imponible
definido en la Ley (ganar dinero, tener patrimonio, comprar un bien…) deberá
una cantidad concreta a Hacienda.
Una vez que la deuda existe, de acuerdo con la correspondiente Ley
específica, la misma dejará de existir en cuanto se salde mediante el pago.
Luego nadie es deudor perpetuo de la Hacienda Pública –aunque a veces pueda
parecerlo…–. Quien llega a serlo lo es desde que debe pagarlo y hasta que lo
hace efectivamente, dejando de serlo en virtud de ese acto liberatorio. O sea
que no se puede decir que nadie “es hacienda”, salvo que se añadiera por lo
menos que lo es “a ratos”.
Por la misma razón, y en el mismo sentido, no “todos somos hacienda” porque
algunos no realizarán hechos imponibles –por ejemplo, mi hijo pequeño no creo
que haya realizado aún ningún hecho imponible, y eso que ya tengo ganas de que
realice algunos…–.
Y por último, desde la posición de deudor o pagador de los impuestos, jurídicamente
tampoco cabe ni conviene sostener que nadie “sea hacienda”. Puesto que la
relación jurídica con la Hacienda en que consiste el impuesto, requiere
necesariamente alteridad, como toda relación jurídica. Es decir, para que yo
pueda deber y pagar efectivamente los impuestos debidos, se los tengo que deber
a “otro”. Sin alteridad no hay deuda posible. Es necesario que yo no sea
Hacienda para que le deba y pueda pagarle los impuestos que correspondan. Pues
si yo fuera hacienda la deuda no podría nacer o se extinguiría por confusión. Nadie
se puede deber ni exigir nada a sí mismo –cambiar mis monedas de bolsillo no
genera ni salda deudas conmigo mismo–.
Consideremos ahora la perspectiva “activa”, la identificación con la
recaudación o con la aplicación del dinero recaudado con los impuestos. Abstrayéndonos
nuevamente de su comprensión sociopolítica, jurídicamente tampoco podemos ser
Hacienda todos –y cada uno, se entiende, pues las relaciones jurídicas se
determinan respecto de la persona–. Es más, propiamente no puede serlo nadie.
Pues si fuéramos Hacienda en ese sentido, el dinero de los impuestos se nos
debería a todos –y cada uno–. Con lo que bien cada uno podría disponer de su
parte, compensando incluso sus deudas tributarias (recordemos lo de la
alteridad). O bien cuanto menos podría contribuir en cada momento a decidir su
destino. A modo de política de gastos asamblearia, obviamente inviable e
ineficiente.
Jurídicamente el acreedor lo es estricta y exclusivamente la Entidad de
Derecho Público Agencia Tributaria –y/o las haciendas forales, que esa es otra,
y eso sin entrar en la dimensión internacional–. Y nadie más.
Concluyamos. La posición de la Abogacía del Estado en el famoso juicio que
ha suscitado este debate, es técnicamente correcta, guste o no su forma de exponerse.
Y su consecuencia concreta –que podrían ser matizables, como casi todo en
Derecho– es que los intereses de la Agencia Tributaria los defienden sus funcionarios
conforme a las normas del Derecho Tributario, en los correspondientes
procedimientos administrativos. Que bastantes facultades exorbitantes tienen
atribuidas. Y solo si se cumplen las condiciones objetivas y subjetivas del
tipo penal, se podrá promover un proceso judicial en el que la Abogacía del
Estado defienda los intereses recaudatorios de la Hacienda Pública. Pero solamente
respecto del importe tributario defraudado, y exclusivamente respecto de quien
hubiera sido deudor en el ámbito tributario.
Y la posición de quienes han criticado con pretensiones de juridicidad,
adolece en mi opinión de mucho de “buenismo”
y algo de demagogia. Cuando no de una hipócrita pose de identificación plena
con las obligaciones tributarias –habrá que ver si las cumplen y hacen cumplir
siempre de la manera más estricta–, y con la aplicación de la recaudación.
Yo desde luego no soy Hacienda.
Sencillamente cumplo cuanto debo, fundamentalmente porque es obligatorio. Y eso
con independencia de que crea en la necesidad de un sistema tributario (pero no
necesariamente éste ni aplicado como se suele hacer) y en el deber general de
cumplir las Leyes (justas).
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