viernes, 22 de enero de 2016

Ninguno somos Hacienda (desde luego yo no)

El título de esta entrada es tan acertado o tan erróneo como su contrario, el manido “Hacienda somos todos”. Y su objeto es llamar la atención de esa impresión o vacío de significación, a la vista de la polémica suscitada por las afirmaciones ante la Justicia de la Abogacía del Estado. Ciñéndome a su significación y efectos jurídicos.
No pretendo valorar la “oportunidad” o “conveniencia” de las afirmaciones de dicha letrada y en el lugar concreto en que las hizo. Me interesan solamente su contenido y alcance, en relación con las reacciones suscitadas. Como digo, solamente desde un punto de vista jurídico, que es desde el que se han criticado de manera más grandilocuente y pretenciosa.
Lo que allí se dijo es sencillamente que lo de “hacienda somos todos” es solo un eslogan publicitario, sin contenido ni eficacia jurídica propia. Y así es. Desde luego que publicitariamente ha sido muy eficaz. Tanto que ya ha pasado un tiempo y a la vista está que sigue impreso en el imaginario colectivo, e incluso parece suscitar pasiones. A algunos hasta parece que les ha llevado a sentirse plenamente integrados con ese ente jurídico denominado Hacienda Pública. Hasta ser una sola carne, como los cónyuges.
Pero efectivamente, por más que algunos se empeñen, ese eslogan no tiene contenido jurídico ninguno. Por eso sorprende escuchar y leer a “juristas” –y otros profesionales, pero en estos puede disculparse– criticar la afirmación argumentando que “el artículo 31 de la constitución española dice que todos los españoles contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos…”.
Seamos claros y un poco serios. Entiendo que eso de “ser Hacienda” –para quien pretenda serlo– se puede entender desde dos perspectivas: a) bien que somos “contribuyentes” –pasiva–; b) o bien que la recaudación nos pertenece o nos beneficia a todos –activa–. Ambas tienen cierto sentido o lógica abstracta, visto desde un punto de vista filosófico-político, incluso ético. Pero jurídicamente –que es de lo que hablamos, porque es lo que nos han tratado de hacer ver– ninguna de ambas afirmaciones es cierta, y menos aún las dos a la vez.
Que todos seamos contribuyentes,  que es lo que parecería deducirse directamente de la cita constitucional, no se deduce jurídicamente de la Constitución. Por muy suprema y alabada que sea dicha norma jurídica, su virtualidad y eficacia jurídica en este punto es nula. La Constitución con su artículo 31 no convierte a nadie en contribuyente o deudor ante la Hacienda Pública. No hace nacer obligación alguna de contribuir efectivamente. Se trata de un mandato dirigido al legislador para que establezca legalmente un sistema tributario de alcance general. Que por cierto debe ser también “justo, inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”.
Si no existieran Leyes concretas sobre cada impuesto, no existiría obligación de pagar. De hecho ésta es una de las pretensiones fundamentales del citado artículo (la reserva de Ley en materia tributaria). Y entonces ¿irían corriendo a las puertas de la Hacienda Pública a “contribuir” con el máximo esfuerzo y sacrificio según su capacidad económica? ¿cuántos voluntarios encontraríamos en esa fila? ¿cuántos de quienes se llenan la boca del artículo 31? Es evidente que no se pagan los impuestos conforme a disposiciones generales y abstractas, sino porque la realización de un hecho imponible hace nacer una obligación tributaria. Tampoco por convicción política ni moral, se pagan porque solo la Ley los impone y faculta a la Administración a su recaudación coercitiva. Porque son obligatorios, pero en concreto, uno por uno. Solo entonces y en esa medida. Así que solo quien hubiera realizado el hecho imponible definido en la Ley (ganar dinero, tener patrimonio, comprar un bien…) deberá una cantidad concreta a Hacienda.
Una vez que la deuda existe, de acuerdo con la correspondiente Ley específica, la misma dejará de existir en cuanto se salde mediante el pago. Luego nadie es deudor perpetuo de la Hacienda Pública –aunque a veces pueda parecerlo…–. Quien llega a serlo lo es desde que debe pagarlo y hasta que lo hace efectivamente, dejando de serlo en virtud de ese acto liberatorio. O sea que no se puede decir que nadie “es hacienda”, salvo que se añadiera por lo menos que lo es “a ratos”.
Por la misma razón, y en el mismo sentido, no “todos somos hacienda” porque algunos no realizarán hechos imponibles –por ejemplo, mi hijo pequeño no creo que haya realizado aún ningún hecho imponible, y eso que ya tengo ganas de que realice algunos…–.
Y por último, desde la posición de deudor o pagador de los impuestos, jurídicamente tampoco cabe ni conviene sostener que nadie “sea hacienda”. Puesto que la relación jurídica con la Hacienda en que consiste el impuesto, requiere necesariamente alteridad, como toda relación jurídica. Es decir, para que yo pueda deber y pagar efectivamente los impuestos debidos, se los tengo que deber a “otro”. Sin alteridad no hay deuda posible. Es necesario que yo no sea Hacienda para que le deba y pueda pagarle los impuestos que correspondan. Pues si yo fuera hacienda la deuda no podría nacer o se extinguiría por confusión. Nadie se puede deber ni exigir nada a sí mismo –cambiar mis monedas de bolsillo no genera ni salda deudas conmigo mismo–.
Consideremos ahora la perspectiva “activa”, la identificación con la recaudación o con la aplicación del dinero recaudado con los impuestos. Abstrayéndonos nuevamente de su comprensión sociopolítica, jurídicamente tampoco podemos ser Hacienda todos –y cada uno, se entiende, pues las relaciones jurídicas se determinan respecto de la persona–. Es más, propiamente no puede serlo nadie. Pues si fuéramos Hacienda en ese sentido, el dinero de los impuestos se nos debería a todos –y cada uno–. Con lo que bien cada uno podría disponer de su parte, compensando incluso sus deudas tributarias (recordemos lo de la alteridad). O bien cuanto menos podría contribuir en cada momento a decidir su destino. A modo de política de gastos asamblearia, obviamente inviable e ineficiente.
Jurídicamente el acreedor lo es estricta y exclusivamente la Entidad de Derecho Público Agencia Tributaria –y/o las haciendas forales, que esa es otra, y eso sin entrar en la dimensión internacional–. Y nadie más.
Concluyamos. La posición de la Abogacía del Estado en el famoso juicio que ha suscitado este debate, es técnicamente correcta, guste o no su forma de exponerse. Y su consecuencia concreta –que podrían ser matizables, como casi todo en Derecho– es que los intereses de la Agencia Tributaria los defienden sus funcionarios conforme a las normas del Derecho Tributario, en los correspondientes procedimientos administrativos. Que bastantes facultades exorbitantes tienen atribuidas. Y solo si se cumplen las condiciones objetivas y subjetivas del tipo penal, se podrá promover un proceso judicial en el que la Abogacía del Estado defienda los intereses recaudatorios de la Hacienda Pública. Pero solamente respecto del importe tributario defraudado, y exclusivamente respecto de quien hubiera sido deudor en el ámbito tributario.
Y la posición de quienes han criticado con pretensiones de juridicidad, adolece en mi opinión de mucho de “buenismo” y algo de demagogia. Cuando no de una hipócrita pose de identificación plena con las obligaciones tributarias –habrá que ver si las cumplen y hacen cumplir siempre de la manera más estricta–, y con la aplicación de la recaudación.
Yo desde luego no soy Hacienda. Sencillamente cumplo cuanto debo, fundamentalmente porque es obligatorio. Y eso con independencia de que crea en la necesidad de un sistema tributario (pero no necesariamente éste ni aplicado como se suele hacer) y en el deber general de cumplir las Leyes (justas).

lunes, 11 de enero de 2016

Más "Humor" Tributario (2)

A la vista de algunas reformas, y del "ambiente" político, un poco de humor (gracias a "J. Morgan") por si a alguien le viene bien...